Una reciente evaluación, realizada en los dos últimos años de la escuela media, ha puesto de manifiesto que incurre en mala conducta escolar el 25% del alumnado. Esta medición, prevista por el Ministerio de Educación y en la que intervino el Instituto para el Desarrollo de la Calidad Educativa (Idece), muestra de modo preciso uno de los problemas más serios que padece nuestra enseñanza, pues los comportamientos reñidos con la convivencia institucional dañan a todos, afectan el curso de los aprendizajes y reducen los rendimientos.
Mediante una encuesta, a la cual respondieron 5100 directivos de establecimientos de nivel secundario, se han podido discriminar cuáles son las faltas más frecuentes a la disciplina. Entre ellas se incluyen las ausencias sin justificación, el fraude en los exámenes, los actos de vandalismo, las agresiones verbales a docentes y condiscípulos y los actos de violencia. Los comportamientos indeseables no retroceden, sino que aumentan, tal como lo señalan los datos comparativos.
Este cuadro ya no sorprende, porque la sociedad, en su conjunto, viene atravesando un prolongado período de deterioro en los hábitos que ordenan las relaciones humanas y ello se advierte de modo inmediato en las groserías del lenguaje y en los reiterados hechos que afectan la seguridad, el respeto, la responsabilidad. En suma, hace ya tiempo que alarman la declinación de las normas y la relativización de los valores que sustentan la vida social. Puesto que la escuela es parte de la sociedad, es lógico suponer que esa sostenida indisciplina ha terminado por contagiarla.
Los directores encuestados aluden a otros dos posibles factores determinantes de esta cuestión. Por una parte, el desinterés de los alumnos adolescentes por la tarea escolar, ya que para algunos, en la actualidad, se ha ido borrando la relación que tradicionalmente se establecía entre el estudio y el progreso social. En segundo lugar, se deben tomar en cuenta el crecimiento de la matrícula y la consecuente irrupción de camadas cuyos códigos de conducta chocan con la normativa de la convivencia escolar tradicional.
En este proceso de cambio, cuya aceleración confunde y altera, los docentes tienen que actuar sin el recurso de las sanciones reglamentarias, suprimidas porque se las fue estimando anacrónicas u opuestas al régimen de contención que se procuró instalar en los institutos secundarios.
Es indudable que la escuela no puede estar sola para enmendar los comportamientos indeseables. La colaboración prioritaria se espera de la familia, cuyo respaldo a la acción escolar es indispensable. Es menester, también, clarificar el lenguaje y evitar los prejuicios que han minado el significado de los términos. Ni la autoridad implica autoritarismo, ni la disciplina equivale a represión, ni la sanción supone un castigo anacrónico. La autoridad es un poder indispensable para ejercer una función que se cumple en un contexto legal que fija derechos y deberes. La disciplina escolar alude al conjunto de normas que se deben respetar para que sea posible aprender. La sanción reasegura la vigencia de esas normas. Lejos de tener un sentido punitorio, pues, la sanción tiene el propósito de reparar el tejido social dañado por actos que no cumplen con las reglas.
En tiempos difíciles para establecer la disciplina, corresponde refirmar su sentido y valor. La demagogia escolar ha producido con frecuencia su desgaste. La democracia institucional no debe rechazar la disciplina; al contrario, la necesita para fortalecerse.
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